22.5.14

Innovación, geopolítica y crisis.

Gian Carlo Delgado Ramos
PATRIA. Análisis Político de la Defensa.
Ministerio de Defensa Nacional del Ecuador
No. 2. Quito, Ecuador. Abril/Julio de 2014. 
ISSN 1390-843X pp. 122 - 144.
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Resumen

Reconociendo el proceso de “corporativización de la ciencia” propio del siglo XX, se presenta, para el caso de EE.UU., el rol de la innovación militar y dual, incluyendo el relacionado con la erosión de la competitividad en el ámbito de lo civil. Con tal antecedente, se analiza el actual estado de la competencia intercapitalista tecnocientífica y del gasto militar mundial con el objeto de mostrar la erosión verificada en la competitividad estadounidense y el arribo de China tanto en lo civil como en lo militar (con el relativo desplazamiento de Japón). Se evidencia así el incremento de las tensiones en lo que respecta a la competencia intercapitalista tecnocientífica global.


Palabras clave: Ciencia, Tecnología, Competencia intercapitalista, Estados Unidos, China.
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Introducción


El paso hacia lo que Ravetz (1971) denomina como proceso de “corporativización de la ciencia” se puede identificar a lo largo de la primera mitad del siglo XX, consolidándose hasta la Segunda Guerra Mundial. Tal corporativización, que en concreto fue de la ciencia y la tecnología, no alude por tanto al proceso de génesis propiamente fabril-industrial del siglo XIX, aunque desde luego ésta lo antece (léase al respecto Hobsbawm, 2000). Dicho de otro modo, la Revolución Industrial –clásica- desembocó siglos después en una corporativización de la tecnociencia que tendría fundamentos y rasgos similares a nivel global pero expresiones concretas a nivel nacional y regional.

La corporativización tecnocientífica se originó a partir de que la participación creciente del capital logró consolidar su dominio sobre el propio proceso de innovación de las fuerzas productivas, esto es, sobre su modalidad, su finalidad, y los medios para hacerlo. Para ello se requirió la conformación de una serie de relaciones de interés que abarcaron la esfera económica, la política, la intelectual y, ciertamente, la militar, produciendo impactos en todos los niveles, desde el espacial-territorial, lo cultural y hasta lo ético-moral. El proceso, que ha evolucionado y generado sinergias entre diversos actores y los intereses diversos que representan, desde entonces ha propiciado una peculiar atmósfera social dentro de las disciplinas científicas puesto que se opta por organizar una gran masa de fuerza de trabajo calificada para que realice tareas específicas a fin de que produzca el tipo de resultados para los cuales ha sido contratada: dígase esencialmente la acumulación de capital y de poder. La forma en que se establecieron las relaciones de poder y sinergias y cómo ésas evolucionaron, develan el rol que jugó el empresariado estadounidense en la primera mitad del siglo XX en la consolidación de la corporativización tecnocientífica de ese país para luego explicar cómo se entrecruzaron esos intereses civiles con los militares, y cómo estos últimos fueron tomando cada vez más peso, a tal punto que Melman (1972) llegaría a hablar de un “capitalismo de Pentágono”; esto es, de un Pentágono que se comporta como símil de una corporación, como la más potente de todas, pero que sin embargo opera en condiciones distintas (a las del mercado y su supuesta “mano invisible”).

Una de las ideas centrales que serviría para justificar lo anterior es que se trataba de un esfuerzo que debía ser mantenido y fortalecido de manera que se pudiera proteger a Estados Unidos (EE.UU.) de cualquier amenaza (interna o externa, real o imaginaria, en uno o varios escenarios de guerra simultáneos). En palabras de la Comisión de Energía Atómica, “este país no puede, en el interés de la seguridad, tener menos que las capacidades ofensivas posiblemente más fuertes en momentos de peligro nacional” (Atomic Energy Commission, 1971: 1015-16; McGrath, 2002: 161).
Advierte Melman (1972) que, desde 1950 y hasta mediados de 1960, se estableció una serie de regulaciones en el nivel de toma de decisiones de las principales fábricas, producto de la ampliación de contratos gubernamentales realizados por las agencias militares y la industria aeroespacial, bajo el precepto de la “maximización de costos”. Los diseños contractuales entre las firmas y los administradores del Pentágono sistemáticamente incluyeron los “sobrecostos” (y lo siguen haciendo) como parte rutinaria de su operación. El Pentágono se transformó en el principal cliente y administrador de las firmas de máquinas-herramientas, y la “maximización de costos” (en lugar de su minimización para maximizar beneficios) se instaló como la pauta de operación dominante en esa rama industrial.

Lo indicado se comprende mejor si se tiene presente que las firmas que operan dentro de la economía militar administrada por el gobierno federal comparten condiciones de operación inexistentes en la economía civil. Las ganancias están garantizadas de antemano ya que, en la mayoría de los casos, el producto fue vendido antes de ser elaborado, por medio de los programas de adquisición del Pentágono. La “ganancia” no se deriva de relaciones de “mercado”, sino gracias a “vinculaciones” de orden político-militar y administrativo (Melman, 1972). Esto no es otra cosa que un crecimiento económico parasitario puesto que supone la apropiación prioritaria de las rentas públicas y de la capacidad limitada de mano de obra calificada de esa potencia (Id., 6). No es casual entonces que a lo largo de la década de 1960 y 1970, el gobierno federal de EE.UU, gastara más de la mitad de sus ingresos fiscales en el financiamiento de guerras pasadas, presentes o futuras (Id., 82).

Queda evidenciado que la institucionalización de una economía de guerra desde entonces permanente en EE.UU. implica la consolidación de una conjunción de poderosas relaciones e intereses mutuos entre los centros públicos de producción de conocimiento, el alto aparato corporativo, el bélico-industrial, el Congreso y una enorme burocracia militar desde la que se realiza, todo en un tenor de creciente ascenso de la élite diplomático-militar. Por tanto, no es casual que para Melman:

“la operación de mayor envergadura del gobierno es el manejo de su economía militar por medio de una administración central. Más de 37.000 firmas industriales o divisiones de esas firmas y más de 100 mil subcontratistas operan bajo el control de una oficina de administración federal con cerca de 50 mil empleados. Probablemente, se trata de la administración industrial centralizada y estatal de mayor envergadura del mundo (Melman, 1972: 6).

El complejo militar industrial no depende del volumen de sus ganancias o de la estabilidad del valor del dólar, como sucede en la economía civil, sino del porcentaje del PIB que le sea asignado (Melman, 1972: 31). Desde luego, la magnitud de inyecciones de recursos públicos a lo militar (incluyendo la tecnociencia militar) tiene efectos o eslabonamientos productivos que impactan en la economía, el empleo, la sociedad y la política como un todo, aunque no todos estos aspectos son positivos pues no sólo está el negocio de las armas. La economía de guerra es mucho más compleja y no siempre la lógica económica es la que tiene más peso: en ocasiones, en contra de ésa y erosionando diversas facetas económico-sociales, se sostienen guerras o esquemas tecnocientíficos o productivos muy costosos pero que permiten acumular poder de decisión, consolidando con creces al propio complejo-militar-industrial, ello con todo y sus contradicciones e implicaciones. Ejemplo de ello es la acumulación de poder de sobreaniquilación nuclear que no tiene valor militar ni significado humano, en palabras de Melman (Id., 47), pero también excesivos gastos militares en el extranjero que se tornan un factor de peso en el déficit de pagos de EE.UU. (siendo la guerra de Vietnam un caso histórico claro).

Ese último elemento es muy importante pues su resolución –económicamente hablando- se encuentra en al menos una reducción considerable del componente militar y, por lo tanto, del complejo militar industrial como un todo. No obstante, la salida negociada por ese complejo ha sido la promoción de ventas de armas en el exterior, una medida que sólo resuelve momentáneamente dicha situación pero que al mismo tiempo acrecienta el problema pues en el fondo implica fortalecer y ampliar la actividad bélico-industrial del país.

La problemática del capitalismo de Pentágono, o del keynesianismo militar, radica entonces en que erosiona no sólo el aparato productivo y la economía misma, sino que además, impacta en otras facetas de la vida, por ejemplo, restringiendo el uso de recursos para satisfacer necesidades básicas. Y es que como advierte Melman, además del costo humano de la prioridad concedida a lo militar, se produce también un agotamiento industrial-tecnológico ocasionado por la concentración de mano de obra técnica y de capital en la tecnología militar y en la industria militar o dual. Así, y como producto de lo anterior, agrega que, a medida que la tecnología industrial civil se deteriora o no puede avanzar, disminuyen las posibilidades de empleos productivos para los norteamericanos (Melman, 1972: 8).

Rutas similares seguiría en su momento la URSS. Otros asumirían carreras armamentistas más modestas como el Reino Unido y, más recientemente, al parecer, también China (véase más adelante).




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