Gian Carlo Delgado Ramos, Letizia Silva Ontiveros y Maritza Islas Vargas
En: Roberto Rodríguez Saldaña yJosé Gilberto Garza Grimaldo
La Naturaleza con Derechos. Una propuesta para un cambio civilizatorio.
Universidad Autónoma de Guerrero / Editora Laguna
México, 2013. ISBN: 978-607-7679-61-5
1. Introducción
La minería es una
actividad de vieja data en México, sin embargo, es a partir de la década de
1980 que esta industria adquiere claramente nuevo bríos. Entonces, y como
resultado de la negociación de la deuda, se comenzó la adopción de un amplio
paquete de políticas neoliberales, muchas auspiciadas por organismos
internacionales como el Fondo Monetario internacional y el Banco Mundial
(Saxe-Fernández y Delgado, 2005; Toussaint y Millet, 2009; Ugarteche, 2010). Se
optó entonces por la desregulación y liberalización de la economía, es decir,
la privatización del grueso de los activos nacionales, la reducción del gasto
público, la desaparición de diversos subsidios y apoyos —en el campo por
ejemplo de los precios de garantía—, entre otras cuestiones. Un elemento
central de tales políticas neoliberales fue el rol de la inversión extranjera
directa como motor de la economía; se abrieron múltiples sectores estratégicos
a la participación privada extranjera, proceso que se acompañó del trato
igualitario a los capitales foráneos y el establecimiento de condiciones de
certidumbre jurídica a tal inversión.
Las denominadas reformas
estructurales en materia política y económica, que fueron ejecutadas en toda
América Latina, dieron paso a una fase mucho más agresiva en la explotación de
recursos naturales no sólo en su dimensión —gracias a los avances tecnológicos—,
sino en su propia naturaleza. Y es que no solamente se descuidó la producción
de alimentos básicos en casi todos los países de la región al especializarse en
la producción de ciertos productos como celulosa, soja, caña, frutas y diversas
hortalizas de exportación, además, dicha explotación se ha dado en el marco de un
fuerte proceso de despojo de tierras y de todos los recursos ahí contenidos,
todo con el objeto de dinamizar los procesos de acumulación de capital.
Se trata de un despojo
que se ha intensificado a escala internacional sobre todo a partir de los
primeros años del siglo XXI, con acciones de compra-venta de grandes
extensiones de tierra (mayores a 1,000 has) por parte de actores foráneos y que
han sido denominadas genéricamente como land
grabbing. Destacan como compradores de tierras, sobre todo en África y
Asia, actores de países como China, India, Corea del Sur y Arabia Saudita. En
América Latina el fenómeno de compra-venta también aumenta aunque
históricamente y aún hoy día, el grueso de apropiación de la tierra se ha dado
sobre todo por parte de latifundistas nacionales, especuladores inmobiliarios
de capital nacional y/o mixto, actores empresariales intrarregionales y, en
menor escala, por parte de capital proveniente de paraísos fiscales (véase:
Borras et al, 2012).
Debe quedar claro
entonces que el proceso de despojo-apropiación de tierras antes referido no
sólo responde a la necesidad de acceso, gestión y usufructo de recursos
minerales energéticos y no-energéticos (extractivismo clásico), sino también al
empuje de otras actividades como los “cultivos comodín” o flex (alimentos/energía/insumos de producción; e.g. maíz, caña,
palma africana); la producción de insumos no alimenticios como la celulosa, en
todos los casos incluyendo su dimensión hídrica (en términos de huella hídrica); la
promoción de actividades de conservación o la denominada apropiación verde de
las tierras (green grabbing) y que
incluye desde la conformación de áreas protegidas de tipo privado —no pocas veces
promotoras de actividades de investigación científica con potencial de uso comercial
de la biodiversidad y su conocimiento asociado (en su caso) (léase: Delgado, 2002 y 2004; Strickland, 2012)—, hasta la
instauración de proyectos de mitigación del cambio climático como los
denominados REDD y REDD+ (proyectos de reducción de emisiones por deforestación
y degradación + de conservación), tampoco exentos de crítica (Espinoza y Feather, 2011; Fairhead,
Leach y Scoones, 2012; Borras,
et al, 2012; Greenpeace, 2012; COPINH, 2013; entre otros).
Datos desde una noción
amplia de la apropiación de tierras para América Latina sugieren que para los
casos de la soya y la caña en América del Sur, la superficie se duplicó en la
primera década del siglo XXI, mientras que la de palma aceitera lo hizo en un
30% (Borras, et al, 2012). En
Centroamérica la superficie de palma se duplicó en el mismo periodo, mientras
que se observó un aumento de 16 mil hectáreas anuales de plantaciones de árboles,
cifra que fue en esa misma década de 376 mil hectáreas anuales en América del
Sur (Ibid). Se suma además la expansión
de la frontera agrícola para monocultivos como el de piña en Costa Rica.
Por su parte, en México
se registra un fenómeno similar con la compra, renta o inclusión de tierras
para el emplazamiento de cultivos de hortalizas de exportación y flex, en este caso mediante la promoción
de la denominada “reconversión productiva” de pequeños propietarios que se enganchan
en el último eslabón de la cadena productiva sobre todo de la palma africana.
Así, en el país aumentó alrededor de 10% la superficie cultivada de caña de
2000 a 2010 y en 80% la de palma africana del 2003 a 2011; además, se sumaban
al año 2012 unas 10 mil hectáreas de jatropha sólo en el estado de Chiapas (Delgado, et al, 2013). En lo que
respecta a la superficie reforestada, no toda monocultivos de árboles de rápido
crecimiento, ésta aumentó en México a un ritmo de 8.9% al año al pasar de 342
mil hectáreas en 2007 a 480 mil hectáreas en 2011 (ASF, 2012). Por su parte, la
superficie concesionada a actividades mineras alcanzó el 16.5% del territorio
nacional al mes de junio de 2012 con una inversión extranjera directa al cierre
de 2011 casi seis veces mayor a la del año 2000 (con base en: Secretaría de Economía,
2012 y Gobierno federal, 2012). No deja de llamar la atención que en el
contexto del boom minero en el país, el Gobierno federal celebre su competencia
al haber logrado reducir el tiempo de aprobación de las concesiones mineras de
30.3 días promedio en 2008, a 15.8 días en junio de 2012 (Gobierno federal,
2012).
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