8.1.14

Minería y ruralidad en México: regulación, pasivos ambientales y sociedad

Gian Carlo Delgado Ramos, Letizia Silva Ontiveros y Maritza Islas Vargas
En: Roberto Rodríguez Saldaña yJosé Gilberto Garza Grimaldo
La Naturaleza con Derechos. Una propuesta para un cambio civilizatorio.
Universidad Autónoma de Guerrero / Editora Laguna
México, 2013. ISBN: 978-607-7679-61-5



1. Introducción

La minería es una actividad de vieja data en México, sin embargo, es a partir de la década de 1980 que esta industria adquiere claramente nuevo bríos. Entonces, y como resultado de la negociación de la deuda, se comenzó la adopción de un amplio paquete de políticas neoliberales, muchas auspiciadas por organismos internacionales como el Fondo Monetario internacional y el Banco Mundial (Saxe-Fernández y Delgado, 2005; Toussaint y Millet, 2009; Ugarteche, 2010). Se optó entonces por la desregulación y liberalización de la economía, es decir, la privatización del grueso de los activos nacionales, la reducción del gasto público, la desaparición de diversos subsidios y apoyos —en el campo por ejemplo de los precios de garantía—, entre otras cuestiones. Un elemento central de tales políticas neoliberales fue el rol de la inversión extranjera directa como motor de la economía; se abrieron múltiples sectores estratégicos a la participación privada extranjera, proceso que se acompañó del trato igualitario a los capitales foráneos y el establecimiento de condiciones de certidumbre jurídica a tal inversión.
Las denominadas reformas estructurales en materia política y económica, que fueron ejecutadas en toda América Latina, dieron paso a una fase mucho más agresiva en la explotación de recursos naturales no sólo en su dimensión —gracias a los avances tecnológicos—, sino en su propia naturaleza. Y es que no solamente se descuidó la producción de alimentos básicos en casi todos los países de la región al especializarse en la producción de ciertos productos como celulosa, soja, caña, frutas y diversas hortalizas de exportación, además, dicha explotación se ha dado en el marco de un fuerte proceso de despojo de tierras y de todos los recursos ahí contenidos, todo con el objeto de dinamizar los procesos de acumulación de capital.
Se trata de un despojo que se ha intensificado a escala internacional sobre todo a partir de los primeros años del siglo XXI, con acciones de compra-venta de grandes extensiones de tierra (mayores a 1,000 has) por parte de actores foráneos y que han sido denominadas genéricamente como land grabbing. Destacan como compradores de tierras, sobre todo en África y Asia, actores de países como China, India, Corea del Sur y Arabia Saudita. En América Latina el fenómeno de compra-venta también aumenta aunque históricamente y aún hoy día, el grueso de apropiación de la tierra se ha dado sobre todo por parte de latifundistas nacionales, especuladores inmobiliarios de capital nacional y/o mixto, actores empresariales intrarregionales y, en menor escala, por parte de capital proveniente de paraísos fiscales (véase: Borras et al, 2012).
Debe quedar claro entonces que el proceso de despojo-apropiación de tierras antes referido no sólo responde a la necesidad de acceso, gestión y usufructo de recursos minerales energéticos y no-energéticos (extractivismo clásico), sino también al empuje de otras actividades como los “cultivos comodín” o flex (alimentos/energía/insumos de producción; e.g. maíz, caña, palma africana); la producción de insumos no alimenticios como la celulosa, en todos los casos incluyendo su dimensión hídrica (en términos de huella hídrica); la promoción de actividades de conservación o la denominada apropiación verde de las tierras (green grabbing) y que incluye desde la conformación de áreas protegidas de tipo privado —no pocas veces promotoras de actividades de investigación científica con potencial de uso comercial de la biodiversidad y su conocimiento asociado (en su caso) (léase: Delgado, 2002 y 2004; Strickland, 2012)—, hasta la instauración de proyectos de mitigación del cambio climático como los denominados REDD y REDD+ (proyectos de reducción de emisiones por deforestación y degradación + de conservación), tampoco exentos de crítica (Espinoza y Feather, 2011; Fairhead, Leach y Scoones, 2012; Borras, et al, 2012; Greenpeace, 2012; COPINH, 2013; entre otros).
Datos desde una noción amplia de la apropiación de tierras para América Latina sugieren que para los casos de la soya y la caña en América del Sur, la superficie se duplicó en la primera década del siglo XXI, mientras que la de palma aceitera lo hizo en un 30% (Borras, et al, 2012). En Centroamérica la superficie de palma se duplicó en el mismo periodo, mientras que se observó un aumento de 16 mil hectáreas anuales de plantaciones de árboles, cifra que fue en esa misma década de 376 mil hectáreas anuales en América del Sur (Ibid). Se suma además la expansión de la frontera agrícola para monocultivos como el de piña en Costa Rica.
Por su parte, en México se registra un fenómeno similar con la compra, renta o inclusión de tierras para el emplazamiento de cultivos de hortalizas de exportación y flex, en este caso mediante la promoción de la denominada “reconversión productiva” de pequeños propietarios que se enganchan en el último eslabón de la cadena productiva sobre todo de la palma africana. Así, en el país aumentó alrededor de 10% la superficie cultivada de caña de 2000 a 2010 y en 80% la de palma africana del 2003 a 2011; además, se sumaban al año 2012 unas 10 mil hectáreas de jatropha sólo en el estado de Chiapas (Delgado, et al, 2013). En lo que respecta a la superficie reforestada, no toda monocultivos de árboles de rápido crecimiento, ésta aumentó en México a un ritmo de 8.9% al año al pasar de 342 mil hectáreas en 2007 a 480 mil hectáreas en 2011 (ASF, 2012). Por su parte, la superficie concesionada a actividades mineras alcanzó el 16.5% del territorio nacional al mes de junio de 2012 con una inversión extranjera directa al cierre de 2011 casi seis veces mayor a la del año 2000 (con base en: Secretaría de Economía, 2012 y Gobierno federal, 2012). No deja de llamar la atención que en el contexto del boom minero en el país, el Gobierno federal celebre su competencia al haber logrado reducir el tiempo de aprobación de las concesiones mineras de 30.3 días promedio en 2008, a 15.8 días en junio de 2012 (Gobierno federal, 2012).

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