Investigador titular C adscrito al Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores de México (nivel III, CONAHCYT); miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias; rapporteur del Multidisciplinary Expert Scientific Advisory Group del GEO-7 (PNUMA); integrante del Comité del PRONACES Sistemas Socioecológicos y Sustentabilidad del CONAHCYT y parte del Consejo Ejecutivo de la Red Mexicana de Científicos por el Clima.
11.10.11
El mito de la economía verde
Gian Carlo Delgado Ramos
ALAI. 6 de Octubre de 2011.
La economía verde se ancla en el entendimiento de un impulso a la eficiencia y al avance de las “tecnologías verdes” como “la” solución, es decir, como una revolución tecnológica que no sólo re-dinamice la economía a la usanza de las revoluciones tecnológicas previas (léase: Delgado, 2002 y 2011; Pérez, 2004), sino que además contribuiría al mismo tiempo a solucionar los principales problemas y retos ante los que estamos. Desde tal noción, Rio+20 convoca a discutir “…cómo la economía verde puede contribuir al desarrollo sustentable y a la erradicación de la pobreza“ (Naciones Unidas, 2011). Las negociaciones del clima recientes lo han hecho de modo similar y cada vez con más énfasis en términos de “investigación y transferencia tecnológica para la mitigación”.
El concepto de economía verde, según se entiende en el marco de la asamblea general de Naciones Unidas, “…se enfoca principalmente en la intersección entre ambiente y economía” (Ibid: 4), y se agrega: “…puede ser visto como un lente para enfocase y aprovechar simultáneamente oportunidades en el avance de metas económicas y ambientales” (Ibid: 5). Se trata de un concepto que está pues hermanado a otros como “crecimiento verde” pero que, tal y como se suscribe, no sustituye el discurso del desarrollo sustentable, sino que lo enriquece (Ibid: 6). Así, desde tal perspectiva, mientras las empresas buscan mayores oportunidades de acumulación de capital, vía nuevas oportunidades tanto de reducción de costos de operación, como de incremento de apropiación de valor por medio del aseguramiento de nichos de mercado propios al avance tecnológico de la eficiencia, de las energías “limpias”, etcétera, “…los gobiernos tendrían el rol clave de financiar la investigación y el desarrollo verde y la infraestructura necesaria para tal propósito, así como el facilitar un ambiente de apoyo a las inversiones verdes del sector privado y el desarrollo dinámico del crecimiento de sectores verdes” (Ibid: 6). De precisarse es que la propuesta empresarial es claramente entusiasta aunque con reservas pues por un lado se está en un contexto de profunda crisis económica, mientras que por el otro, persisten enormes intereses y por tanto resistencias al cambio de paradigma, dígase por ejemplo el energético donde opera el poderoso sector petro-eléctrico-gasero-automotriz (léase: Delgado, 2009). En cualquier caso, mientras la economía verde signifique nuevas oportunidades de transferencia de recursos públicos, de negocio y por tanto de acumulación de capital, la opción es atractiva.
Así, pese al estado relativamente difuso de lo que puede llegar a significar en la práctica la economía verde, ya se constatan ejercicios de avance por parte de actores de peso en la estructura político-económica mundial. Por ejemplo Naciones Unidas (2011: 12) precisa que para que la economía verde pueda entregar los beneficios que promete, “…debe ser parte de un movimiento en el que los sistemas de producción y consumo sean compatibles con el desarrollo sustentable a través de transiciones sensibles a las necesidades de desarrollo de cada país”. Para ello, agrega, se visualizan siete rubros de acción: 1) el estímulo de paquetes verdes (financiamiento público al desarrollo e implementación de tecnologías y acciones verdes); 2) el impulso a la “eco-eficiencia empresarial” por la vía de incentivos político-económicos; 3) el “enverdecimiento” de los mercados (favoreciendo la oferta de productos y servicios “socio-ecológicamente amigables”, incluyendo los mercados de comercio justo o de sello orgánico); 4) promoción de la eficiencia energética de los edificios y del sistema de transporte; 5) restauración y mejora del “capital natural” (vía el establecimiento de cooperación internacional y la implementación de diversos mecanismos de financiamiento para el manejo de lo que se presumen como bienes comunes); asociado al anterior, 6) la búsqueda de “conseguir que los precios sean correctos” por la vía de establecer sistemas de pago por servicios ambientales y la creación de mercados de tales servicios; y 7) el establecimiento de una reforma tributaria que promueva eco-impuestos de diversa naturaleza (Naciones Unidas, 2011: 14 – 19). Además, el discurso precisa que, “…la erradicación de la pobreza y la mejora de los medios de subsistencia de los más vulnerables merecen una prioridad en la medidas que promuevan la transición hacia la economía verde” (Ibid: 12).
De cara a tales argumentos e intenciones, debe notarse que la visión que precisa a la economía verde como mecanismo clave para hacer frente a los problemas primarios del capitalismo de principios del siglo XXI, tiene enraizados múltiples supuestos, muchos de ellos no sólo contradictorios sino en efecto claramente equívocos pues, entre otras cuestiones, ésos parten de lecturas parciales y lineares de la realidad.
El debate de fondo sigue siendo el mismo que el de hace décadas y tiene raíces inclusive en la propia conformación del actual sistema de producción en tanto que éste último se caracteriza por (1) ser tremendamente despilfarrador y al mismo tiempo socialmente desigual, y (2) asumir ritmos crecientes de explotación de la naturaleza sobre la base de un sistema natural que tiene claras fronteras ecológicas, al menos si se parte desde el punto de vista de conservar la vida tal y como la conocemos (léase: Rockström et al, 2009). Los efectos de tal dinámica son múltiples, siendo el calentamiento global de tipo antropogénico uno de los más visibles en los últimos años, pero no el único. Se suma la trasgresión de los límites del ciclo del nitrógeno y del fósforo, la acidificación de los océanos, la destrucción de la capa de ozono, la ruptura con más de 50 mil represas del ciclo hidrológico del agua a la par de un sobre-consumo del líquido, un intenso cambio de uso del suelo, la pérdida creciente de biodiversidad, el deshielo de los casquetes polares, entre otros fenómenos.
Lo que se ha denominado ya como “cambio global” es claro indicador de la acelerada trasgresión de dichas fronteras ecológicas de manera simultánea; contexto en el que el proceso tiende a provocar mayores sinergias con desenlaces impredecibles, es decir de tipo no-lineal. Ante ello, el insistente discurso que ilusoriamente procura hermanar un expansivo crecimiento económico con la conservación del entorno natural, encuentra sus limites en tanto que es claro que no se puede crecer al infinito en un planeta finito.
Debe pues advertirse que la tensión entre crecimiento expansivo y preservación ecológica no es un aspecto novedoso en el discurso político contemporáneo pues en términos muy similares se identifica desde principios de la década de 1980 en el marco de la discusión sobre “Nuestro futuro común”, mismo que llevó a la formal adopción del concepto de desarrollo sustentable[1] en el Informe Brundtland (Naciones Unidas, 1987). Desde entonces se aclaró que ése consistía en, "…una aproximación integrada a la toma de decisiones y elaboración de políticas, en la que la protección ambiental y el crecimiento económico a largo plazo no son incompatibles, sino complementarios, y más allá, mutuamente dependientes: solucionar problemas ambientales requiere recursos que sólo el crecimiento económico puede proveer, mientras que el crecimiento económico no será posible si la salud humana y los recursos naturales se dañan por el deterioro ambiental" (en: Naciones Unidas, 1997).
Esa asociación o “círculo virtuoso” del desarrollo sustentable reconoce a su modo las fronteras ecológicas antes mencionadas, pero cree y sostiene que la eficiencia en el uso de los recursos será en el futuro próximo de tal dimensión que se podrán estimular ambos, un mayor consumo y una disminución de las afectaciones ambientales. En tanto tal, se debería entonces apostar por una creciente eficiencia, sobre todo tecnológica. Desde tal noción, la economía verde apuesta al impulso que daría la propia transición en términos del desarrollo de tecnologías más limpias y del emplazamiento de nueva infraestructura o de la transformación de la existente para su “enverdecimiento”.
Las principales contradicciones y limitaciones del discurso “verde”.
De los siete rubros de acción previstos para impulsar la economía verde ya previamente mencionados, se puede precisar de manera general que:
(I) el estímulo de paquetes verdes y los incentivos económicos para impulsar la “ecoeficiencia” son en sí una transferencia de recursos públicos a favor del empresariado. Los primeros para que la iniciativa privada desarrolle, comercialice y se enriquezca con el desarrollo y puesta en operación de nuevas tecnologías. Los segundos en tanto que son transferencias de recursos para que la empresa reduzca sus costos de producción sin mayores afectaciones a sus márgenes de ganancias. Se trata de todo un esquema dinamizador de la acumulación de capital.
(II) el “reverdecimiento” de los mercados tiende a ser producto de una búsqueda por apropiarse ciertos nichos de mercado, ciertamente reducidos y que usualmente están restringidos a consumidores con mayores ingresos.
(III) un mercado verde no necesariamente se refleja en menores patrones de consumo sino, en principio, sólo en un consumo que en efecto bien podría ser más contaminante.
(IV) la restauración y mejora del “capital natural” por la vía de mecanismos de mercado y de esquemas de cooperación o ayuda condicionada, puede expresarse en una tendencia hacia la privatización y/o despojo de los bienes comunes, convirtiéndolos, en los hechos, en bienes privados.
(V) la búsqueda de “conseguir que los precios sean correctos” por la vía de establecer sistemas de pago por servicios ambientales y la creación de mercados de tales servicios sugiere que existe un mecanismo de valoración conmensurable de la naturaleza y la vida misma, al tiempo que asume que el mercado es el mejor mecanismo para internalizar los costos o “externalidades ambientales”. Esto significa que aquellos actores con mayor poder de compra, precisamente los responsables de los mayores impactos ambientales, son los que tendrían mayor capacidad de pago por derechos a contaminar o para que otros no lo hagan. El esquema desigual es evidente.
(VI) y, sobre todo, que la eficiencia material o energética, dígase en el sector productivo, el del transporte o de los edificios u otros, tiende en general a provocar un consumo mayor de tales o cuales recursos.
Este último punto, conocido en la arena económica como paradoja de Jevons, o “efecto rebote”, es tal vez de los más relevantes pues la economía verde no da cuenta de dicho fenómeno, o al menos no completamente.
Considerando que lo que caracteriza al ser humano contemporáneo es el uso energético no sólo endosomático (instrumentos del propio organismo individual), sino de modo creciente el de tipo exosomático (uso de la máquina-herramienta), la paradoja consiste en el hecho de que en el sistema capitalista de producción, un aumento en la eficiencia del uso de un recurso energético-material tiende a generar un aumento en la demanda del mismo recurso o de otros en el mediano-largo plazos.
Vale precisar que para referirse al fenómeno se prefiere el término de paradoja de Jevons, tal y como sugiere Alcott (en: Polimeni et al, 2008: 62), pues el concepto de “efecto rebote” pareciera aludir a un escenario pendular en el que en el caso más grave se estaría ante un efecto de aumento en la demanda de magnitud similar a la eficiencia inicialmente lograda. La realidad muestra en cambio que no en pocas ocasiones la demanda sobrepasa la eficiencia ganada, una tendencia observada ya desde 1865 por William Stanley Jevons en su obra La Cuestión del Carbón.[2] En tales casos, cuando la demanda sobrepasa el 100% de la eficiencia ganada, se habla entonces de un efecto “contrafuego” o backfire.
La razón por la que la eficiencia desemboca en escenarios de contrafuego responde sobre todo al hecho de que la eficiencia -o ahorro logrado- en el uso de recursos energéticos y/o materiales “libera” recursos que pueden ser usados para un mayor incremento de la producción o para su transferencia a otras actividades o gastos (esto último se conoce como “el postulado Khazzoom-Brookes”).[3] El fenómeno se puede dar en un mismo o múltiples procesos productivos o sectores y a escalas temporales y espaciales diversas (léase: Polimeni et al, 2008).
Así, por ejemplo, en la economía familiar un ahorro en el consumo cotidiano de energía y materiales (alimentos, etcétera) suele ser desviado a otras actividades como las de ocio y placer, dígase un viaje. La disminución del consumo energético-material del hogar es en tal caso sobrepasada por el gasto energético de subirse a un avión. Otro modo de ilustrar lo anterior es el caso de la construcción de más vialidades y que tiene el supuesto objeto de aminorar el tráfico y con ello el consumo energético y de emisión de contaminantes. El resultado desde la década de 1970 ha sido que la oferta de vialidades estimula en el mediano plazo el aumento de automotores privados en circulación, agravándose así el problema inicial (Newman, 1991; Kenworthy y Laube, 1999; Newman, Beatley y Heather, 2009). En cualquier caso el resultado usual es un incremento general del tamaño de la producción y por tanto del consumo de recursos, teniendo como contraparte una mayor acumulación de capital pero también de deterioro ambiental.
Cómo y qué medimos no es un asunto trivial. Y es que la economía verde, al tener como meta la eficiencia, se limita a medir la proporción de cambio o ratio del uso de un recurso en un proceso productivo o servicio: unidades de input por unidades de output. Lo opuesto a ello sería medir la “intensidad” del uso de los recursos. En tal sentido, resulta imposible o se oculta la dimensión del consumo total de energía y materiales de cara a su disponibilidad en la naturaleza (incluyendo no sólo las reservas o stock y los flujos -como la energía solar- sino también, en su caso, la capacidad de reposición de las primeras de cara a las fronteras ecológicas y sus eventuales implicaciones). Y es que de un número ‘intensivo’ no se puede deducir un número ‘extensivo’ (Polimeni et al, 2008: 11).
La eficiencia energética radica entonces en disminuir la cantidad de energía utilizada para la producción de una mercancía o servicio o para la generación de una unidad de PIB [consumo energético/PIB].
En lo que refiere a emisiones se habla de modo similar de una “descarbonización de la economía” en el sentido de una apuesta en la reducción de las emisiones por unidad de producto [kg de CO2eq/ PIB]. El problema, como se ha indicado, es que el ratio no da cuenta del total de energía o emisiones generadas pues mientras crezca la producción (y en ese sentido el PIB) aumentarán las emisiones. Tal aumento de la producción históricamente ha sido posible gracias a la eficiencia lograda, dígase por tal o cual desarrollo tecnológico. De ahí la lógica de las revoluciones tecnológicas, siendo el teylorismo o el fordismo nítidos ejemplos de aumento en la eficiencia que se reflejaron en un aumento en la capacidad de producción.
La ceguera de la economía convencional radica entonces en que mira el aumento de eficiencia bajo el supuesto de ceteris paribus, y en tanto tal, asume que no se modificará el portafolio de comportamiento de los actores económicos ante mejoras de la eficiencia (Polimeni et al, 2008: 88). La realidad, como se ha argumentado, demuestra lo contrario.
Por ejemplo, en el caso de la industria de botellas de agua de plástico se ha logrado en la última década una reducción de hasta un 32.6% del plástico utilizado, todo un beneficio para el productor en términos de costo por botella que le ha permitido posteriormente ir ampliando su cuota de producción mucho más allá del monto de plástico ahorrado por tal desarrollo tecnológico. Los datos son contundentes. El consumo de agua embotellada aumentó 151% de 1997 a 2009 al pasar de 80,595 millones de litros a 202,606 millones de litros respectivamente (www.bottledwater.org/content/statistics). Encabezando la lista, el mayor consumidor mundial, está México que pasó de 10,474 millones de litros en 1997 a 26,070 millones de litros en 2009 (un aumento de 148% en 12 años). Al mismo tiempo se calcula que la cantidad de plástico destinado a la fabricación sólo de botellas de plástico de agua a nivel mundial, pasó de alrededor de 1.5 millones de toneladas en el año 2000 a 3.3 millones de toneladas en 2009, un aumento del 120% (la diferencia entre el aumento de litros de agua y plástico se debe a las diversas presentaciones que van de 250ml hasta 10 litros). Por su parte, se reconoce una eficiencia de reciclaje en la industria que pasó de un 16% del total de botellas producidas en 2004 al 31% en 2009. Pese a la eficiencia lograda en la cantidad de plástico empleado por botella y al aumento de la capacidad de reciclaje, el consumo total de plástico de la industria se incrementó. El ahorro de unas 590 mil toneladas de plástico de 2000 a 2009 fue sobrepasado por un consumo total por parte de esta industria de 1.8 millones de toneladas para el mismo periodo; esto es un efecto contrafuego del orden del 205% (con base en datos de: www.bottledwater.org). Todo lo anterior se dio además en un contexto en el que el precio del producto no necesariamente reflejó la mencionada disminución en los costos de producción (aunque en teoría debería hacerlo en el mediano-largo plazo).
Otro ejemplo a nivel de economía de nación es el consumo energético y su consecuente emisión de CO2eq de cara a la eficiencia energética de tal o cual país. En México, la eficiencia energética térmica pasó de 2.6PJ en 1996 a 35.1 PJ en 2008 –un aumento de poco más de 13 veces-, mientras que la eficiencia en el consumo de energía eléctrica pasó de 1,623.1 Gwh en 1996 a 15,776 Gwh en 2008 –un aumento de casi 10 veces (con base en datos del SNIEG: http://sie.energia.gob.mx). Al mismo tiempo, el consumo energético total se duplicó de 1980 a 2009, registrando un aumento del 44% sólo de 1996 a 2008.
Lo dicho quiere decir que el aumento en la eficiencia no se ha visto reflejado en una disminución en el consumo total de energía del país y que, por el contrario, el efecto contrafuego se corrobora ampliamente al dar cuenta que el incremento en el consumo, no sólo responde a una mayor población, sino a un consumo promedio efectivamente mayor de cada mexicano, mismo que pasó de 61.6GJ/hab en 1996 a 77.7 GJ/hab en 2008 (Ibid). Desde luego, las desigualdades son profundas pues el consumo energético, al igual que la distribución de la riqueza es altamente polarizado.
En resumen, mientras que la eficiencia energética (eléctrica y térmica) tuvo un avance de más de 10 veces de 1996 a 2008, el consumo energético por habitante para ese mismo periodo no disminuyó sino que aumentó en 26%, resultando en un consumo total de energía 44% mayor. Parte importante de ese aumento se vincula a un incremento en las actividades de manufactura del país que vieron una proliferación importante a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte - TLCAN en 1994, pero también de un crecimiento del parque vehicular y por tanto del consumo de carburantes líquidos (debido tanto a la importación de automóviles viejos de EUA como a la disminución relativa de los precios de los automotores de gama baja con la entrada de diversas marcas asiáticas, especialmente coreanas y chinas). No sorprende entonces que los datos de consumo de combustible precisen que el país pasó de quemar 12 mil millones de litros de carburantes líquidos en 1999 a casi 42 mil millones de litros en 2007 (Senado de la República en: Delgado, 2009: 142).
Por todo lo dicho, el problema nodal del discurso verde es que insista en asumir el asunto de la eficiencia, sobre todo de la lograda por el avance tecnocientífico, como “la” solución al problema del cambio global sin cuestionar a fondo los patrones biofísicos del propio sistema (o del uso de energía y materiales que sostienen los actuales esquemas de producción-circulación-consumo[4]) y que en sí mismos permiten la realización de excedentes y con ello la acumulación de capital. Este ultimo aspecto no es menor pues es claro que promover una reducción del consumo, implica estimular un comportamiento en esencia contrario a la propia naturaleza del sistema capitalista de producción en tanto que significa desaprovechar espacios u oportunidades para una mayor maximización de la acumulación de capital. Y es que es bien conocido desde hace tiempo que el sistema capitalista de producción ha desarrollado una serie de mecanismos para dinamizar la tasa de ganancia y por ende la de acumulación, sea por la vía de la destrucción (por ejemplo, las guerras), pero también mediante la reducción del tiempo de vida de los productos, la creación de nuevas necesidades, el estimulo al consumo despilfarrador por la vía de una influyente industria publicitaria y de la moda, etcétera (al respecto léase: Baran y Sweezy, 1988). En este tenor, si bien el señalamiento del pensamiento económico convencional sobre la posibilidad de “modelar” el comportamiento de los consumidores como ayuda para la disminución o administración del fenómeno de “rebote” o incluso de “contrafuego” (la apuesta por la eficiencia de la elasticidad de la demanda, en términos económicos clásicos), la realidad es que tal beneficio es sólo provisional pues la lógica misma del sistema, la de acumular cada vez más capital, es justamente la opuesta. De ahí que se justifique la destrucción para la reconstrucción o que en realidad el efecto rebote a escala macroeconómica sea estimado, en el mejor de los casos, entre un 25% a 40% de aumento en el consumo de energía y materiales (Polimeni et al, 2008:63).
Para Giampietro hay dos tendencias de maximización, la del flujo energético de todo el sistema (dígase del consumo total de plástico por parte de la industria de botellas de agua o de energía del país) y la que permite una minimización de la producción de entropía por unidad o componente más bajo del sistema (dígase del consumo de plástico por botella de agua o del uso energético de los electrodomésticos, automóviles, etc) (en Polimeni et al, 2008: 118). Dado que ambas no están en contradicción sino que operan a escalas distintas, suscribe Giampietro (en: Ibid), la alternativa estaría entonces en un uso inteligente del aumento de la eficiencia a nivel micro de tal suerte que los recursos ahorrados sean invertidos en acciones de adaptación que fomenten un cambio a la escala macro hacia un decrecimiento biofísico de la economía. Desde luego este último paso, como se ha dicho, establecería límites al consumo total del sistema y por tanto, al menos en un grado u otro, de la realización y acumulación de capital (ello por supuesto, visto ya no de modo sectorial o micro, sino desde una visión panorámica integral).
En cualquier caso, cualquier esquema que pretenda una reducción real del consumo energético-material -o del metabolismo social- y ello de las afectaciones socioambientales, requerirá no sólo análisis metabólicos en constante evolución[5] y cada vez más finos, sino instrumentos de política adecuados que permitan revisar las normas existentes, desarrollar nuevas e implementarlas para establecer límites al consumo despilfarrador e históricamente desigual, que promuevan el manejo responsable de los desechos y el impulso del reciclaje, todo no sólo a escala local, nacional y regional sino también a nivel internacional.
Reflexión final
Al considerarse que sólo desde el mercado se puede dar solución a la crisis medioambiental, la lógica productivista o la meta de cada vez un mayor crecimiento económico, queda incólume en el planteo de la economía verde.
El autoengaño del discurso capitalista radica no sólo en el hecho de que el mercado busca maximizar la ganancia y no la sustentabilidad, sino en el hecho de que las escalas temporales son completamente distintas desde la perspectiva de mercado, que de aquella propia a la existencia de la vida. Aún más, el mercado se caracteriza por una visión parcial y cortoplacista que sólo puede ver aumentos en la eficiencia como disminución de costos y aumentos en las ganancias sin detenerse a reconocer el efecto de la paradoja de Jevons en el mediano-largo plazo y por tanto en los cambios del sistema como tal frente a las fronteras ecológicas del planeta. Justo por ello es que para Georgescu-Roegen (1971) el “desarrollo sustentable” es un mero “bálsamo” dado que el crecimiento económico implica necesaria e inevitablemente la transformación-afectación, en un grado u otro, del entorno natural. Y es que como se ha ya señalado, el crecimiento económico requiere no sólo del mantenimiento, sino del aumento, cuantitativo y cualitativo, de la explotación tanto de la fuerza de trabajo, como de los recursos naturales (materiales y energía). Tal situación obliga al sistema a estimular patrones de consumo crecientes, tanto individuales como de las instituciones que modelan el sistema. Así, por todo lo antes dicho es claro que los “límites naturales” de cualquier sistema de producción se encuentran en el hecho de que ése es sólo un subsistema de la biosfera pues ésta lo hace posible concreta, material y energéticamente. Por tanto, la trasgresión creciente de las fronteras ecológicas, aunque permite continuar con la acumulación de capital, ciertamente debería ser un llamado a la toma de acciones ante un panorama que bien podría llevar a la vida al colapso, al menos tal y como la conocemos.
Desde tal noción, el cambio de paradigma debería ser entonces entendido no meramente como el impulso responsable de nuevas tecnologías sino como una economía que administra recursos naturales escasos que son parte de ecosistemas que tienen fronteras finitas. Se trata esencialmente de la apuesta por una economía del uso de energía de energía y materiales en el sentido no sólo de cambiar los patrones de consumo (un aspecto del comportamiento de los sujetos y su modelaje), sino de cómo se planea en el corto, mediano y largo plazos para la reducción de los patrones de consumo energético-materiales del propio sistema de producción actual, o dicho de otro modo, del metabolismo social.
Lo anterior implica que la ciencia y la tecnología ha de ser asumida no nada más como parte de la solución sino potencialmente como un mecanismo que también podría agudizar la problemática socioambiental. Se trata de reconocer los resultados no deseados del avance tecnocientífico, pero sobre todo de dar cuenta que desde la economía verde se está apostando por los mecanismos que precisamente produjeron el estado crítico en el que estamos. El cambio de paradigma debe ser a fondo.
En tal coyuntura la periferia en lugar de aprovechar los recursos fósiles que aún provee al mercado internacional y las reservas minerales con que cuenta -y que son o serán consideradas estratégicas para el desarrollo de tales o cuales tecnologías alternativas- de tal modo que funjan como plataforma para posicionarse en el nuevo paradigma energético[6], opta en cambio por mantener su posición de dependencia. En ese sentido, sus cúpulas de poder en general se están limitando a buscar “mejores” esquemas de transferencia tecnológica y de financiamiento, una tendencia nítidamente evidenciada en el marco de las negociaciones del clima. Consterna aunque no sorprende que la periferia se perfile en el futuro próximo como abastecedora de minerales como el platino, paladio, tierras raras y cobalto que son fundamento de las celdas de combustible; de samario, neodimio, plata y metales del grupo del platino que son esenciales en los coches híbridos; de galio, plata y oro para el desarrollo de celdas solares y espejos de alta alto performance para la generación de energía mediante concentradores de luz solar; de litio, zinc, tantalio y cobalto para diversas tecnologías de almacenamiento de energía, etcétera. Lo dicho responde a que al parecer la apuesta sugiere ser la de continuar con el modelo primario-exportador para que, con la venta de recursos naturales en crudo (y por tanto baratos), a la par del endeudamiento y la cooperación internacional, se puedan adquirir ciertas tecnologías verdes que viene ya siendo desarrolladas, en su gran mayoría, por países centrales (véase: WIPO, 2008).
Desde luego al día de hoy existen excepciones de desarrollo tecnológico propio (muy limitado), que sin embargo no contrarresta la tendencia general. Los casos de producción de energía alternativa siguen siendo en proporciones mínimas con respecto a las necesidades reales y en su mayoría se hace sobre la base de un contenido tecnológico bajo. Así pues, la implementación de opciones de alto contenido tecnológico, de no haber un cambio serio en los proyecto de nación, serán sólo viables a partir de su adquisición en el extranjero.
Pareciera que la periferia está dejando pasar el momento de oportunidad sin mayor reacción. El llamado es de primer orden, sobre todo cuando se sabe que los mayores costos socio-ambientales del cambio climático (y cambio global) los asumirán los países que en términos históricos menos han contribuido con la devastación ambiental, incluyendo la emisión de gases de efecto invernadero. El horizonte futuro promete ser muy complejo para la periferia pues el grueso del incremento de la población mundial al 2050 se dará ahí, especialmente en las zonas urbanas (UN-HABITAT, 2011). Y mientras mucha de la infraestructura de los países centrales está a punto de llegar a su fase final de vida útil, China y parte de la periferia, sigue emplazando tecnología contaminante cuya vida útil será de décadas. Ello significa que una vez emplazada tal infraestructura, se proyectará a su vez el consumo energético-material y por tanto sus implicaciones socioambientales, con todo y lo que implica el tiempo de vida de los residuos tóxicos producto de tal infraestructura.
Dado que el cambio de paradigma es económicamente mucho más complejo en países donde la vida útil de la infraestructura es mucho mayor, la planeación de mediano largo plazo a cerca del tipo de infraestructura no es un tema menor, incluyendo el sistema de transporte y el tipo de industria (la industria del cemento, acero y aluminio, las fuertes de AL, son altamente demandantes de energía y muy contaminantes). Vale precisar que la infraestructura hoy día en operación contribuirá con substanciales emisiones contaminantes en los próximos años: un promedio de 496 Gt de CO2 al año 2060, con un pico extremo de hasta 700 Gt (Davis, Caldeira y Matthews, 2010: 1330). En especial las plantas de generación eléctrica, el consumo energético de la industria y la quema de combustibles por parte del parque automotor son los sectores de mayor aportación. Si se suman las emisiones de infraestructura nueva bajo diversos escenarios posibles, las emisiones para el 2100 podría acumular de entre 3 mil a más de 7 mil Gt de CO2 (Ibid:1331).
En este contexto es útil conocer que las plantas de generación eléctrica de EUA tienen en promedio una vida de 32 años, mientras que las europeas un promedio de 27 años y las de Japón de 21 años. La infraestructura de China es en promedio mucho más joven (Ibid). Ello nos indica entonces que existe la posibilidad de un escenario en el que los países centrales comiencen a hacer una transición (conforme se vaya decomisando su infraestructura), al tiempo que la periferia, con menos recursos y capacidades institucionales, potencialmente se estanque con infraestructura contaminante que ya ha comenzado a poner en operación pero también de nueva, pero aún contaminante, pues esta última resultará más barata en tanto que crecientemente será tecnología de desecho. Si esto sucediera, la periferia estará en una continua situación de profunda dependencia y subordinación pese a su abundante riqueza natural. Por supuesto, estamos hablando de un escenario en el que la transición hacia otro paradigma energético efectivamente se logra consolidar a tiempo, es decir, frente a las cada vez más lastimadas fronteras ecológicas.
Por tanto, desde la visión periférica parece claro que un cambio de paradigma en las finalidades y la propiedad de la CyT es necesario como punto de partida para la construcción de poner el conocimiento al servicio de los pueblos, esto es, con la finalidad de construir el bien común de la humanidad, esto es de garantizar una seguridad ecológica y humana partiendo de asegurar la calidad de vida o el buen vivir de cada uno de los individuos que integran el tejido social.
El bien común de la humanidad parte de un profundo y necesario cambio de paradigma tanto de las formas en que la humanidad se relaciona con la naturaleza como de las modalidades en las que la propia humanidad se relaciona entre ella. Ello implica que necesitamos pasar de sociedades desigualmente despilfarradoras, a sociedades ahorradoras; de ser sociedades socialmente desiguales a aquellas que buscan ser cada vez más justas; de aquellas que colocan lo material como prioridad, a aquellas que buscan un genuino desarrollo subjetivo-espiritual; de ser sociedades reactivas a sociedades preventivas y en armonía con su entorno natural y del cual son parte.
Frente a este desafío los pueblos tienen la urgencia de mostrar y demostrar que son posibles las alternativas, muchas de ellas ya en proceso de construcción.
5. Bibliografía
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- Gian Carlo Delgado Ramos çes Investigador de tiempo completo del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores del CONACYT.
Documento relacionado
El cuento de la economía verde, América Latina en Movimiento No 468-469, septiembre - octubre 2011 (http://alainet.org/publica/468-9.phtml)
[1] Entonces se definió como la capacidad para satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la habilidad de las futuras generaciones de satisfacer sus propias necesidades.
[2] La paradoja fue expuesta por Jevons para el caso del carbón en la economía Inglesa de mediados de siglo XIX en los siguientes términos: “…se requiere poca reflexión para ver que la totalidad de nuestro vasto sistema industrial actual, y su consecuente consumo de carbón, ha surgido principalmente del aumento sucesivo de la economía” (en Polimeni, 2008: 8). Esto es que el actual desarrollo económico es posible, entre otras cuestiones, gracias a sucesivas etapas de eficiencia del proceso productivo. Jevons agrega también que, “…la cantidad de carbón consumido es en realidad una cantidad de dos dimensiones: el número de personas y la cantidad promedio consumida por cada una de ellas.” (Ibid: 51).
[3] El postulado precisa que un aumento en la eficiencia energética en el nivel microeconómico, puede generar un efecto contrafuego acompañado de un aumento en el uso de energía a nivel macroeconómico. Esto es que la eficiencia en un sector puede provocar que otro sector haga uso de la energía o insumos liberados pero provocando una tendencia en el consumo por arriba de dicho ahorro. Léase: Brookes, 1979; Khazzoom, 1980.
[4] Cuando se habla de las esferas de la producción-circulación-consumo se alude a la multiplicidad de fases o procesos involucrados directa e indirectamente y que desde la perspectiva de flujos de materiales y de energía, refiere a la diversidad de flujos, tanto de entrada como de salida , vinculados -dígase a groso modo- a la extracción de recursos naturales, su transportación a los centros productivos, la transformación de una diversidad de insumos en productos (y desechos), la distribución de tales mercancías (o servicios) en el mercado y la adquisición de las mismas por el consumidor (incluyendo todos los costos socio-ambientales asociados a ello), el uso y desecho de mercancías y, en su caso, su reciclaje y los costos que ello derive.
[5] El análisis de sistemas complejos en constante transformación requiere salirse de aproximaciones reduccionistas y lineales para dar cuenta de que se trata de sistemas abiertos, organizados y operando en diversas escalas temporales y espaciales. El ejercicio requiere de una constante evaluación y ajuste de los atributos del sistema y debe reconocer una inevitable dosis de incertidumbre e ignorancia y por tanto de predictibilidad (Giampietro en: Polimeni et al, 2008: 91, 92, 97). Pese a ello, la visión interpretativa sobre la realidad es más fina y permite hacer lecturas integrales de los problemas socioambientales que enfrentamos y del potencial de otros venideros. Ello no es trivial pues es clave para tomar mejores y más efectivas acciones de prevención, adaptación y mitigación.
[6] Un esquema de tal naturaleza requiere no sólo regular la oferta y los precios de las materias primas (dígase desde una entidad multinacional periférica) sino de una creciente transformación de las mismas, sobre todo en los rubros de mayor futuro, todo con el objeto de obtener el mayor provecho o valor añadido a nuestros recursos. El esquema debe además considerar la viabilidad socioambiental de la producción y sus dimensiones frente a las fronteras ecológicas propias y planetarias. Publicado también en Diario Internacional