Investigador titular C adscrito al Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores de México (nivel III, CONAHCYT); miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias; rapporteur del Multidisciplinary Expert Scientific Advisory Group del GEO-7 (PNUMA); integrante del Comité del PRONACES Sistemas Socioecológicos y Sustentabilidad del CONAHCYT y parte del Consejo Ejecutivo de la Red Mexicana de Científicos por el Clima.
15.3.11
Costos humanos y ambientales de la era nuclear
Gian Carlo Delgado Ramos
La Jornada de Oriente
Puebla, México. 15 de marzo de 2011,
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Autor de "Sin Energía. Retos y resistencias al cambio de paradigma". Plaza y Valdés. México, 2009.
A casi 25 años del accidente de Chernobyl, en Ucrania, un nuevo suceso vuelve a recordar a los proponentes de la energía nuclear y al resto de la humanidad lo riesgoso que es esa tecnología; y pese a ello, se insiste en su apuesta como supuesta alternativa frente al cambio climático, pues se asume que las plantas nucleares no contribuyen con emisiones de gases de efecto invernadero, aunque estrictamente hablando ello es falso, lo relevante es que esa tecnología no ha resuelto hasta hoy día el problema del manejo de los desechos nucleares, además de que sigue siendo una tecnología plagada de accidentes y fallas operativas. Ello por no hablar de la delgada frontera entre su uso civil y militar y que la hace aún más costosa y peligrosa.
Los accidentes más aparatosos se identifican desde el episodio Chernobyl, evento que liberó tanta radiación como 200 bombas del tipo de las que fueron lanzadas en Hiroshima y Nagasaki, y, desde entonces, se suman numerosos casos de diverso calibre. Desde el sonado caso del derretimiento parcial del reactor 2 de la central Three Mile Island en EU, en 1979, pasando por el accidente en la planta Tomsk–7 (Rusia) en 1993, el del reactor francés Civaux que liberó 300 m3 de refrigerante radioactivo en 1998 o el de la planta Paks de Hungría, en abril de 2003, cuando 30 varillas de combustible usado se rompieron en un tanque de limpieza y 3.6 toneladas de pastillas de uranio fueron liberadas sin solución hasta la fecha; hasta los numerosos casos en Japón, como los malos manejos de las plantas de Onagawa (julio de 1988) y Hamaoka (mayo de 1991); la fuga de sodio en Monju (1995) que llevara en 2003 a la suspensión definitiva de la planta por orden de la Corte Suprema de Nagoya; el incidente de criticidad en Tokai–Daini (1999) en su la planta de reprocesamiento de combustible gastado; el ocasionado como producto del terremoto del 16 de julio de 2007, cuando la planta de Kashiwazaki–Kariwa informaba 67 tipos de daños de los cuales 15 involucraron fugas de radioactividad, o el más reciente accidente múltiple en el que ya se habla del derretimiento parcial de al menos dos reactores (No. 1 y No. 3) en la planta Fukushima Daiichi, en Japón, debido a problemas en los sistemas de enfriamiento de los reactores y que provocara, primero, la explosión del edificio del reactor No. 1 para poco después repetirse el suceso en el reactor No. 3. Ello llevó a que se tomara la decisión de inundar los reactores con agua de mar para procurar enfríalos. La decisión no es menor, pues implica la pérdida de la planta, hecho que es en sí mismo un indicador de la gravedad del caso. El lunes 14 de marzo registrarían problemas serios en el reactor No. 2, conociéndose que el material fisionable estuvo expuesto por horas, previo también a su inundación. Para la madrugada del martes, hora de Japón, se registró una explosión que aparentemente rompió el contenedor de acero del reactor exponiendo el combustible. Lo más preocupante de este reactor es que el combustible que tiene cargado es MOX, una mezcla de óxidos de uranio y plutonio reprocesados y que Japón ha empleado desde hace algún tiempo para cubrir el déficit de combustible nuclear que genera su extensa industria nucleoeléctrica. La inhalación de gases provenientes del MOX es altamente letal debido a la presencia de plutonio.
Por si fuera poco se suma la inestabilidad de tres reactores más en la planta Daini, a unos 16 kilómetros de la primera y probablemente de los de la planta Onagawa, a 100 kilómetros de las anteriores y a pasos de Sendai, un asentamiento urbano de más de un millón de personas.
De cara al escenario descrito, cambiante minuto a minuto, es de precisarse que las advertencias sobre el especial riesgo que implican las plantas nucleares, más en zonas sísmicas, han sido desde hace tiempo bien conocidas y, sin embargo, se construyeron, por ejemplo, en todo Japón.
Las reales dimensiones de los múltiples casos se desconocen aún y el manejo público de la información es bien restringido (tal como ha lo fue en su momento en Chernobyl y Three Mile Island). Por lo pronto, se sabe que ha habido emisiones importantes de vapor radioactivo, que la radiación afuera de la planta de Daiichi es ya seis veces la legalmente permitida (alcanzado los 3 mil 130 microsiervets por hora) y que la radiación dentro del cuarto de control de los reactores llegó a ser de más de mil veces que lo normal. Algunos expertos de EU y Japón prevén que las nubes de radiación hasta ahora emanadas permanecerán por meses.
El peligro de un mayor desastre nuclear llevó a que desde el pasado 12 de marzo se evacuaran unas 180 mil personas alrededor de ambas plantas, todo al tiempo que se aprestaban más de 230 mil dosis de yodo para proteger la glándula tiroidea de los efectos más duros provocados por una exposición mayor de radiación nuclear.
El accidente ya es calificado como el peor después de Chernobyl, aun cuando la radiación se logre contener y los reactores logren enfriarse (Chernobyl fue de gravedad grado 7 y la situación en Japón por el momento es de 4). En cualquier caso, expertos de la industria nuclear aseguran que los efectos serán menores que los de Chernobyl, aun si ocurre un derretimiento total de los reactores –como en Chernoby–, pues el diseño de las plantas son considerablemente distintos (asumiendo que son “más seguras”). El llamado de las autoridades es a mantener la calma, y sin embargo se puede afirmar que la radiación que contaminará aire y agua con la que se inundó el reactor será un problema socioecológico mayor, aunque en efecto mucho menor que el derretimiento total del reactor, situación aún no del todo descartable.
Haciendo caso omiso a las advertencias sobre el riesgo de la energía nuclear, sobre todo en zonas sísmicas, la industria nuclear ha mantenido una postura positiva, no sólo entorno a su existencia, sino de abierto apoyo para su resurgimiento, como ya se dijo, de cara al cambio climático y a la caída en la disponibilidad de petróleo barato y en crecientes cantidades.
El poderoso lobby nuclear mundial miente al sostener que la energía nuclear es limpia, ya no se diga segura. No sólo es en extremo costosa e inviable sin las contundentes inyecciones de subsidios a lo largo del diseño, construcción, operación y desmantelamiento de las plantas, sino que además es sucia, y es que sostenidamente no se considera la energía involucrada en la extracción del mineral (uranio de peso atómico 235 y 238), una actividad que, además, es humana y ambientalmente devastadora, tanto por las sustancias radioactivas que libera (sobre todo radón y radio–226, ese último un emisor alfa con una vida media de mil 600 años, y que está asociado al cáncer), así como por las bajas concentraciones en las que se encuentra el recurso: de entre unos cientos de gramos a un par de kilos por tonelada de roca en el mejor de los casos.
Datos de 2004 precisan que unas 50 minas en 16 países extrajeron 40 mil toneladas de uranio, lo que sugiere una remoción de por lo menos unos 20 millones de toneladas de roca si se asume una relación optimista de 2 kilos de uranio por tonelada removida. El costo ambiental y a la salud es evidente, más aun cuando el proceso extractivo involucra el uso de ácidos o técnicas de digestión alcalina que generan desechos líquidos con isótopos como el mencionado radio–226.
La industria nuclear tampoco considera los costos energético–materiales necesarios para el procesamiento y enriquecimiento de uranio; la producción de varillas de combustible; la edificación de toda la infraestructura relacionada a lo anterior, incluyendo la dedicada a la construcción de los reactores y las plantas nucleoeléctricas; la energía adicional utilizada en la transportación y almacenamiento, tanto de desechos radioactivos y el decomisado de viejos reactores (de llegar a hacerse), así como de infraestructura contaminada y contenedores de desechos; etcétera.
Si bien es cierto que la nucleoelectricidad tiene un menor impacto en términos de emisión de gases de efecto invernadero en comparación con la generación de energía a partir de combustibles fósiles, esa relativa “ventaja” queda sepultada si se toma nota de los impactos a la salud y el medio ambiente que ocasiona la creciente acumulación de desechos radiactivos con una “vida” que ronda los cientos y hasta los millones de años (caso del isótopo neptunium–237, que se genera con el decaimiento de las varillas de combustible de uranio–235). Su almacenamiento es una cuestión que no se ha logrado resolver desde que hiciera aparición la industria nuclear civil y militar, por lo que el problema es cada vez mayor, más si se toma nota de que el combustible nuclear de desecho es un millón de veces más radioactivo que el combustible “fresco”. Ni EU ni Japón ni Europa, que cuentan con recursos económicos, han logrado resolver a fondo el problema de su creciente basura nuclear.
A lo dicho se suman las implicaciones a la salud. Ello puesto que es bien conocido que la radiación altera la carga eléctrica de los átomos y moléculas que conforman las células de nuestro cuerpo, por lo que consecuentemente incluso dosis bajas de radiación llegan a producir anormalidades en el sistema inmunológico, pero también leucemia en un lapso de cinco a diez años después de la exposición, cáncer en el rango de 12 a 60 años y enfermedades o mutaciones genéticas y anomalías congénitas en generaciones futuras.
Llamativamente, pese a que es ampliamente reconocido en la medicina que ningún nivel de exposición a la radiación es seguro, la industria y su lobby sostienen que hay un “umbral” de exposición que sí lo es. Un conveniente argumento que sugiere más bien aprovecharse del hecho de que, en efecto, hay un umbral en el que los eventuales efectos de la radiación tienden a colocarse en el futuro lejano; factor que permite disociar la causa del efecto. De ahí que críticos de la energía nuclear como Helen Caldicott precisen atinadamente que “los costos humanos de la era nuclear a penas los estamos viviendo”.
Considerando la situación desde México, es de advertirse que en el país en julio de 2006 se creó el Comité de Apoyo para la toma de Decisiones en Materia Nuclear, con el objeto de que la Sener “desarrolle un programa de expansión de la capacidad nucleoeléctrica en México”. Unos años después, en junio de 2010, el director de la división de energía del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), declaró que consideraba a México como uno de los países líderes de la región en materia de generación de energía nuclear a corto plazo; incluso, afirmó que el organismo financiero internacional estaba ya listo para apoyar y financiar a México para la creación de plantas nucleares. No sorprende que ante lo que acontece en Japón algunos expertos mexicanos –vinculados al negocio– se apresuraran a comunicar en los medios que el problema es menor, afirmando, incluso desde la Comisión Nacional de Seguridad Nuclear y Salvaguardias, que Laguna Verde es segura, que la población desconoce del tema (es ignorante) y que el país debería seguir apostando a la energía nuclear como alternativa energética.
¿Apoyaremos tal sugerencia, cuando menos, irresponsable?
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